La Ciudad del silencio

Madrid, 15 de mayo de 2080 . Reflexiones sobre ‘El reino perdido’  – Sara Cucala

Al otro lado del muro, existió la Ciudad del Silencio. Un lugar donde crecían las amapolas a pie de camino, donde se escuchaba el canto de los pájaros desde el amanecer y dónde sus habitantes no gritaban, susurraban. 

Esa Ciudad del Silencio nació un día frío de febrero con el estado de alarma del Gobierno quien dictó el cierre definitivo de sus fronteras. Un virus viajó a velocidad de vértigo desde China y a su paso arrasó con la sabiduría de los más viejos y la debilidad de los jóvenes. Se dijo que nadie escaparía de la esa guadaña intangible a no ser que desde el día cero a la hora cero, todos los habitantes de la que después se convertiría en la Ciudad del Silencio, se encerraran en sus casas y esperaran obedientes a que el mal desapareciese. 

Entonces, aquella urbe antaño sucia, ruidosa y maloliente fue cubierta por una gran cúpula de cristal -arma de protección masiva contra pandemias- que cubriría sus azoteas, parques y ese cielo, entonces, gris.

El primer día del resto de sus vidas, la gente caminó apresurada a sus casas, algunos vaciaron los stand de los supermercados y otros, sacaron su dinero del banco. Hubo quien consiguió salir de sus lindes y quienes decidieron seguir agnósticos en la cotidianidad de sus días hasta que no quedó más remedio; todos, todos, sin excepción comenzaron a cumplir las normas:

Coro

Prohibido tocarse. Prohibido besar. Prohibido juntarse con amigos, familiares o vecinos. Prohibido salir de casa sin permiso. Prohibido viajar. Prohibido follar. Prohibido vivir con libertad.

Obligada la mascarilla. Obligado los guantes. Obligado lavarse las manos. Obligado quitarse los zapatos cuando entras en casa. Obligado mantener la distancia de dos metros con otros habitantes. 

Llegó el silencio como una ola gigante, paralizando el latir apresurado de aquella ciudad antaño con prisas. Y con el silencio, el miedo comenzó a penetrar en los poros de cada uno de sus habitantes. Nadie confiaba en nadie. Todos eran posibles culpables.

Coro

¿Cómo sobrevivir en la incertidumbre? 

¿Cómo salvarse entre tanta miseria?

Quítate tú, que me salvo yo

Transcurrieron los días arrasando la vida y a la par devolviendo a la tierra el frescor de sus praderas, las flores y los árboles que animosos en una pronta Primavera comenzaron a dar sus frutos. Entonces, todo cambió. 

Los edificios dejaron de ser grises, sus fachadas aparecieron pintadas de terracota y añil, el aire revoloteaba entre las callejuelas desiertas trayendo y llevando la esencia de los jazmines, las rosas brotaban en los contenedores de basura, el cielo teñía de colores primarios los amaneceres, nuevos pájaros habitaron los tejados urbanistas y la noche descubrió más estrellas de las estudiadas. 

Quienes aún vivían en la aquella ciudad acristalada y silenciosa, solo se comunicaban con la mirada y con un jolgorio de aplausos que coincidían todos los días a las ocho de la tarde desde el balcón de sus casas. El aplauso era el único “ruido” permitido en la Ciudad del Silencio. Comenzaba con un intenso y acompasado cuatro por cuatro y terminaba en un tenue dos por dos. 

Nadie sabía entonces que aquella melodía de puesta de sol se convertiría en una de las costumbres más arraigadas en la Ciudad del Silencio. Pero hubo más. 

Coro

Y quien no cocinó, no vivió la pandemia

Y quien no chateo, no vivió la pandemia

Y quien no hizo una videoconferencia, no vivió la pandemia

Y quien no compartió su vida a través de Redes Sociales, no vivió la pandemia 

Cada uno de los habitantes de la Ciudad del Silencio dejaron de llamarse como se llamaban. Hubo libertad para elegir un alias que les identificase porque se supo que la privacidad era un valor y quien más o quien menos tenía las ganas y la apetencia de encontrar a otros con quién compartir gemidos sordos. No exigían reglas en una cama vacía. 

Pasaron los meses y con ellos se cumplió un año; entonces, llegó el anuncio de que se rompería la cúpula de cristal y todo volvería a ser como antes.

Coro 

Salir a la calle y alzar la voz 

Dejar que la ira rompa la tela que protege vuestras bocas

Gritar, gritar apretando vuestros puños:

¿Quién desea volver a los lugares olvidados?  

La Ciudad del Silencio hizo añicos su cúpula de cristal con el estruendo con un atasco a las ocho de la mañana, el griterío de los niños en la plaza, los jóvenes bebiendo sin sed y las motocicletas apestando el aire a horas inhóspitas. No hizo falta más que un par de días para que la tierra volviera a cubrir de podredumbre su belleza.

….

Madrid. Plaza del Felipe VI. Un gran iglú de cristal repleto de almas sin vida, simboliza que hubo un tiempo en el que existió una ciudad donde reinaba el silencio. Quien lo recuerda enmudece de tristeza.

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